El reflejo de la montaña astur en un culín de sidra
Descubro Asturias a través de la sidra, la gastronomía y la luz de un llagar.
A menudo basta conocer a un migrante que no olvida su tierra ni su gastronomía –que trae guardada al vacío en la maleta– para que estas se conviertan en un destino soñado en quien lo escucha. En el caso de Asturias, ocurre cuando te habla del verde inédito de sus montañas, de las vacas pastando en los prados que rodean la casa familiar, de los tortos, el picadillo de chorizo, el compango y las fabes. El relato se vuelve aún más cautivador cuando habla de las fiestas astures regadas con sidra y de aquel último culín derramado calle abajo, como manda la tradición, para limpiar el vaso compartido o, quizás, para devolver la fruta a la tierra. De fondo, su tono de orgullo y entusiasmo te hace querer viajar allí para volver tangible ese relato, para degustar esos platos o, acaso, para sentir la misma emoción.
Llego a Asturias en una noche en que la luz cetrina de la luna parece haber borrado el verde de sus montañas. Por el camino, diviso su paisaje sosegado como sus gentes, reconfortante como la comida tradicional que espero encontrar. En busca de esta cocina y agotado aunque hambriento, me dirijo a Cangas de Onís, donde aguarda la Sidrería Polesu. Lo que no sé es que su interior guarda una sorpresa, un lugar donde ha fermentado la tradición asturiana.
A simple vista, el Polesu parece un restaurante común. Lo primero que veo al llegar a la calle Ángel Tárano es su terraza, ganada a la carretera que discurre por allí y que acaba en la riera que divide Cangas de alguna que otra casa colonial. Tras un comedor al uso, con mesas y sillas de madera tallada en incómodos 90º, surge de la penumbra un llagar abierto en el año 1929 por Pinín –el abuelo de los actuales propietarios– y que se conserva prácticamente intacto pese a que su uso ha virado hacia el de comedor.
Según el Museo Etnográfico del Oriente de Asturias, “se denomina llagar tanto a la prensa que extrae el jugo de la manzana como a la dependencia donde se produce la sidra”. Justo esto es lo que descubro: el llagar –una prensa de viga– que se empleaba para prensar la manzana después de mayarla o triturarla para facilitar el prensado, y los toneles de madera envejecida donde fermentaba la fruta hasta conseguir la sidra El Polesu, que dio nombre también a la sidrería. Todo dispuesto en un escenario de suelo de cemento oscuro y paredes de ladrillo visto decoradas con cuadros con motivos sidreros. Los toneles conviven junto a banquetas de madera oscura y mesas vestidas de blanco y verde, el mismo verde de las montañas que me ha sorprendido hace apenas unas horas y que, ahora, con la caída de la noche, se ha trasladado al mantel y a la botella de sidra.
El arco que separa el comedor estándar del llagar da paso también a un escalofrío, a la sensación de estar en un lugar donde ha fermentado la historia, y al olor de madera húmeda y de sidra escanciada en innumerables ocasiones en un servicio tras otro durante los últimos casi 100 años. Mi mente parece de pronto habitar en una burbuja. No soy consciente de mi cuerpo tomando asiento ni de mis dedos rozando la carta para elegir los platos. Abrumado, tan solo percibo el verde del mantel que se funde con la botella, el dorado del culín de sidra y el sonido de la bebida siendo escanciada sobre un extraño recipiente de metal con patas y ruedas que los astures llaman chiscaderu y que sirve para evitar que la sidra salpique al cliente.
Antes de degustar la sidra, observo la técnica depurada del escanciador: el tronco recto, las piernas abiertas a la anchura de sus hombros, un brazo que se estira hacia adelante sosteniendo el vaso de cristal fino y otro que se estira hacia arriba, apuntando la botella de sidra hacia el vaso para conseguir su escanciado –la liberación del dióxido de carbono contenido en el líquido para potenciar su aroma. Luego, el culín de sidra en el vaso ancho, para que entre la nariz a apreciar este aroma, la espuma fugaz del líquido, el vaciado del vaso en un trago… Al cabo, la botella vacía, el cascu, conteniendo tan solo la madre, el poso de la sidra.
Mientras la sidra se escancia en un primer plano nítido, un desfile de platos en bokeh que vuelven tangibles las historias del migrante: los tortos con queso azul y morcilla –aquí los llaman polesines–, el picadillo de chorizo, los escalopines al cabrales y las croquetas de compango. Al probarlos, vuelvo a ser consciente físicamente de donde estoy, en la ansiada Asturias. Me atrevo también con platos menos canónicos, como el tierno pulpo sobre una sedosa parmentier de patata a la yema de huevo, o unos deliciosos huevos rotos con setas silvestres. Todos los platos están preparados con el mismo gusto, dedicación y técnica, sin desmerecer en absoluto el ritual del sidrero. Entre plato y plato, regresa casi invisible el escanciador a retirar el vaso para rellenarlo con la misma silenciosa, domada profesionalidad.
Seguro de la omnipresencia del néctar de manzana, degusto tranquilo los platos. El aroma de la sidra envuelve el del potente queso azul; el sonido del escanciado, el crujir del rebozado de las croquetas, y la luz del llagar, a priori penumbra, se intensifica, cargada de destellos de la incandescente luz de la tradición conservada en cada plato y cada vaso. La luz toca los platos, volviéndolos también nítidos. La imagen se revela. Ya en mi primer día en Asturias, he conseguido degustar su gastronomía, sentirme pequeño al amparo de la montaña astur y atesorar su luz en el reflejo del fondo de un vaso, en un culín de sidra.
Excelente nota Adrian! Es leerla y viajar.
Y felicitaciones por las fotos.